jueves, 20 de enero de 2011

Crónica del Planeta Tierra - por Andrés Aldao





ANTONIO BERNI
Las tinieblas desvanecen la noche. Luego, tiernos resplandores carminosos despuntan en el horizonte, allí donde confluyen, como dos constelaciones antagónicas, la noche que fenece y el nuevo día.
Una silenciosa muchedumbre, indiferente a la majestuosidad de la aurora, se pone en marcha. Recorre cotidianamente callejuelas y sinuosas cortadas en los suburbios del planeta. No tiene prisa; tampoco destino. Marcha impávida, sin alterarse. Multitud opaca, taciturna, de ojos apáticos que miran al vacío. Procesión de rostros carentes de identidad, indefinidos, grises.
El gentío no parece tener nociones de tiempo y lugar. Se desplaza como suspendido en una extraña dimensión, ingrávida. Como si transitara por una autopista astral, bocetada en el espacio mediante líneas impalpables y figuras geométricas cuneiformes y raras, fuera de los límites del planeta. Allí donde reinan la oquedad eterna, las tinieblas, la nada.
Y más allá, en la galaxia de la cordura, languidecen los signos y símbolos de la existencia humana, síntomas inequívocos que presagian la evanescencia del tiempo, el espacio y la vida.

Las columnas se alargan. Día a día las engrosan ancianos, mujeres y hombres jóvenes. También niños con sus piernas rígidas, como estacas, avanzan con un andar peculiar: casi no flexionan las rodillas y machacan  los pies contra el suelo . Muchos, por hambre o agotamiento, pierden el equilibrio, caen y vuelven a levantarse: como si se deslizaran por una inmensa pista de patinaje.
El silencio pálido reflecta por contraste la estridencia ensordecedora de la muchedumbre que marcha. El onomatopéyico trram. trram. trram resuena sobre el asfalto como un eco estereofónico, brutal, fogoso e insolente.
Algunos transeúntes contemplan a la gente con curiosidad; otros, con lástima. El mutismo, fantasmal y macabro, boceta un cuadro de alucinación.
Alguien de la multitud balbucea una pregunta: ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es nuestro rumbo?
No tenemos metas, hijo. excepto sobrevivir, musita, como en un rezo, un anciano de hirsutos cabellos blancos y una nariz en forma de pico.
Una jovencita los ve pasar. Está vestida con elegancia. Una gargantilla le acaricia el delicado cuello, y los pendientes de oro parecen causarle un extraño placer. Encara al mozo del bar y lo sondea con un tono ingenuo:
−¿Quiénes son estas personas? ¿Contra quién protestan? ¿Están de huelga... qué es lo que quieren?
−Perdóneme, señorita, ¿usted no lee el diarionet, no mira nunca su digitelevisión portátil? —inquiere el mozo, fastidiado.                                                                  
El sol trepa entre los confines celestes y brumosos del horizonte. Ahora parece un deslumbrante e inmenso círculo de fuego. Su rojez anaranjada se destaca contra el cielo, dócilmente azulado.
Cómodos vehículos con motor de energía solar se desplazan veloces y silenciosos por las avenidas y autopistas. Grupos familiares, en la habitual pausa de la alienación hebdomedaria, se dirigen a las zonas verdes, alejadas de las urbes superpobladas.
El transporte público, los colecópteros, vuela por las rutas aéreas asignadas a cada línea. No hay  muchos pasajeros. Los que viajan observan, en el este, el matiz escarlata del  promisorio crepúsculo. Y en el oeste, contemplan a las columnas de la desesperanza que se mueven con ese ritmo monocorde, que conmueve o  angustia.
Nuevas muchedumbres grises surgen por los bulevares y suburbios urbanos. Las piernas parecen enmohecidas, los ojos sin expresión. Los tacos martillan sobre las calles y resaltan el silencio. Otros restriegan sus gastadas suelas contra el empedrado; muchos caminan sin calzado.
De vez en cuando se escuchan llantos de bebés escuálidos. Hambrientos y exhaustos, succionan pechos inútiles de madres agotadas. Los niños imploran lo imposible; finalmente callan y duermen. Algunos agonizan, ya sin fuerzas para los gemidos que preceden el fin.
Las columnas no se detienen. A veces se lanzan a la conquista de residuos de comida, volcados en los recipientes de desperdicios de los restauranes y bares. No hay para todos: rige la ley del más fuerte. Los débiles van cediendo. Se tambalean aunque prosiguen. Finalmente se desploman. Los que tienen familiares reciben ayuda; sobreviven pese a todo.
Otros, acurrucados y quietos, esperan que la caridad pública los traslade a algún hospital. Los demás agonizan, aguardando resignados que la muerte se apiade y los libere.

Año 2011, siglo XXI. Ocurre en todo el orbe; en el primer mundo o en el tercero. En todas las áreas del planeta se multiplica el número de convictos sin condena, cuyo único y terrible delito es haber nacido en el siglo XX, el siglo del robot, la computadora y la telecomunicación; el siglo en el que el amor devino en maldición, el odio en virtud, la mentira en fuerza, el soborno en gratificación.
Las columnas de menesterosos se han convertido en el estiércol marginado de la sociedad de la opulencia. Es la masa gris que marcha por los arrabales de la democracia, informe en su esperanza y uniforme en sus carencias. Desde hace años, la muchedumbre retoma cotidianamente su calvario, su peregrinación al Gólgota de la sociedad de la abundancia, en la que es crucificada sin que sepa por qué.
¿Existen? ¿Sueñan acaso? ¿ Perciben aún el amor? ¿O son figuras de cera, muñecos de escaparate, títeres en el proscenio cruel y humillante de la existencia humana? El mundo que se autoproclama cuerdo no les presta atención: hace tiempo que dejaron de ser noticia.                                                                

Van desplegándose las sombras; una oscuridad huraña envuelve a las muchedumbres. Los espectros se desconcentran;  buscan refugio en los umbrales, en viviendas abandonadas o en construcción, en las bocas de los subterráneos y estaciones de trenes y colecópteros Hay quienes se albergan debajo de los puentes o autopistas. Hasta el día siguiente, en que nuevos marginados se sumarán a la procesión. Otros, sin embargo, faltarán a la cita. El CCM (Crematorio Central de Menesterosos) funciona durante las veinticuatro horas. Con las primeras sombras de la noche salen a recoger los cadáveres las Cuadrillas de Voluntarios de Rifkin, llamadas así en homenaje a Jeremy Rifkin, el sociólogo utopista americano del siglo pasado, autor de un opúsculo titulado curiosamente “El fin del trabajo”.

En los centros de producción del planeta tierra, raudos, sofisticados y sigilosos equipos automáticos producen, a velocidades siderales, todo lo necesario para vivir y disfrutar.
En las fábricas casi no hay trabajadores. unos pocos técnicos atienden las ordenadoras de producción y contabilidad. Algunos científicos se dedican a experimentar nuevos programas de desarrollo. Diariamente, camiones con acoplados descargan en gigantescos depósitos las mercaderías que no se consumen en el mercado de la libre competencia. Muchedumbres famélicas, depósitos abarrotados.
En los “shopping’s”, entre tanto, se exponen sofisticados aparatos computerizados y digitales, delicados alimentos, confituras deliciosas o atractivas indumentarias. No para los marginados. Ellos no son parte del mundo cuerdo. Esto acaece en el planeta tierra, año 2011, siglo XXI ·